Rubén García Cebollero ha escrito un libro profundamente triste pero a la vez enormemente vital. Rubén habla de los que no pudieron y a los que no les dejaron vivir, de esas vidas desperdiciadas en una contienda, de la inutilidad de la guerra. Y también de esa estúpida Europa que dejó que una generación se perdiera en un campo de batalla.
Rubén García Cebollero (1975) debuta en la novela con una historia que remuerde conciencias y que mordisquea los higadillos de los que ahora pretenden hacer una revisión de la historia tras ver Raza y no les reconcome la conciencia intentando ocultar la relación entre el Franquismo y el advenimiento del Nazismo. Y, seguramente, Rubén, no habrá deparado en que después de leer su historia uno se vuelve profundamente antieuropeo, porque desentraña todo el estiercol de las actuaciones de países tan "profundamente" democráticos como Francia e Inglaterra.
Por eso la novela de Rubén no es sólo que sea una buena novela, una gran novela -si me lo permiten-, además es muy oportuna para entender el advenimiento de una nueva generación de neofascistas. Pero la novela de Rubén García Cebollero no es solamente eso, además esconde un sinfín de vidas reales, de las que tienen nombre, de las que no hace falta imaginar, de juventudes perdidas y jamás recuperadas y también, para atizar a todos lados, demuestra la ingratitud de los que, devuelta la democracia a España y llamándose de izquierdas, no han sabido y no han querido recordar el sacrificio de una generación, de toda una generación y han mirado hacia otro lado.
No es hora de homenajes, es hora de dignidad y Rubén despedaza acción a acción y palabra tras palabra -y las palabras duelen, e, incluso, hacen llorar- la realidad vivida, la realidad no siempre ni entendida ni contada ni estudiada. Muchas veces oculta, otras tantas sublimada, incluso recreada y vendida desde el estranjero por relatos de otros que luego han sido considerados como grandes de la literatura como Hemingway.
Pero Rubén es más un Arturo Barea, es más un eslabón secuencial de quien ha heredado el pellizco de la guerra y ha tenido la inquietud de contarla, no sólo desde el punto de vista de vencedores ni de vencidos, también desde el punto de vista de adónde nos llevó, de las ilusiones que se perdieron en el camino. En eso no hay ni vencedores ni vencidos, algo que ya había leído a Barea.
Rubén es mucho más crudo y para ello no evita mancharse, ensuciarse, utilizar toda la violencia verbal de la que es capaz para recrear con realismo qué ocurrió en aquella batalla, en aquella larga batalla del Ebro. Y lo hace de maravilla con una puesta en escena que cambia constantemente de punto de vista, que rueda de personaje a personaje, personajes que son ya tan de carne y hueso como nuestros vecinos.
Rubén consigue algo más que una novela coral, consigue que la guerra hable por sí misma, a veces abusando de la enumeración, desasosegándonos constantemente, no dejándonos respirar ni un minuto para caer en el más cruel de los abismos donde incluso los amores se extinguen y las desgracias perduran por generaciones.
Rubén nos abandona a un texto emocionante, triste y a la vez un canto a vivir y a revivir la generación que no pudo hacerlo. Rememorando la historia de Maik, una de aquellas que se clava en la memoria de uno y que permanece, o la de Basilio y su correspondencia que jamás llegará a su destino.
Rubén nos vence con una narración que, además de no dejarnos respirar, nos conduce a revivir las desgracias de bombardeos, de metrallas, de pontoneros, de libertades traicionadas, de engaños furtivos de uno y otro lado, de mentiras, de derrotas, de fines, de historias que perduran. Y, sin embargo, cuánta ternura esconde la narración, cuánta delicadeza, cuánta lágrima derramada.
Rubén Garcia Cebollero descubre en la fiereza del paisaje destruido, en la desgracia de las vidas que no se vivieron la belleza de una narración serena, profunda y bien llevada.
Luis Vea García.
Rubén García Cebollero (1975) debuta en la novela con una historia que remuerde conciencias y que mordisquea los higadillos de los que ahora pretenden hacer una revisión de la historia tras ver Raza y no les reconcome la conciencia intentando ocultar la relación entre el Franquismo y el advenimiento del Nazismo. Y, seguramente, Rubén, no habrá deparado en que después de leer su historia uno se vuelve profundamente antieuropeo, porque desentraña todo el estiercol de las actuaciones de países tan "profundamente" democráticos como Francia e Inglaterra.
Por eso la novela de Rubén no es sólo que sea una buena novela, una gran novela -si me lo permiten-, además es muy oportuna para entender el advenimiento de una nueva generación de neofascistas. Pero la novela de Rubén García Cebollero no es solamente eso, además esconde un sinfín de vidas reales, de las que tienen nombre, de las que no hace falta imaginar, de juventudes perdidas y jamás recuperadas y también, para atizar a todos lados, demuestra la ingratitud de los que, devuelta la democracia a España y llamándose de izquierdas, no han sabido y no han querido recordar el sacrificio de una generación, de toda una generación y han mirado hacia otro lado.
No es hora de homenajes, es hora de dignidad y Rubén despedaza acción a acción y palabra tras palabra -y las palabras duelen, e, incluso, hacen llorar- la realidad vivida, la realidad no siempre ni entendida ni contada ni estudiada. Muchas veces oculta, otras tantas sublimada, incluso recreada y vendida desde el estranjero por relatos de otros que luego han sido considerados como grandes de la literatura como Hemingway.
Pero Rubén es más un Arturo Barea, es más un eslabón secuencial de quien ha heredado el pellizco de la guerra y ha tenido la inquietud de contarla, no sólo desde el punto de vista de vencedores ni de vencidos, también desde el punto de vista de adónde nos llevó, de las ilusiones que se perdieron en el camino. En eso no hay ni vencedores ni vencidos, algo que ya había leído a Barea.
Rubén es mucho más crudo y para ello no evita mancharse, ensuciarse, utilizar toda la violencia verbal de la que es capaz para recrear con realismo qué ocurrió en aquella batalla, en aquella larga batalla del Ebro. Y lo hace de maravilla con una puesta en escena que cambia constantemente de punto de vista, que rueda de personaje a personaje, personajes que son ya tan de carne y hueso como nuestros vecinos.
Rubén consigue algo más que una novela coral, consigue que la guerra hable por sí misma, a veces abusando de la enumeración, desasosegándonos constantemente, no dejándonos respirar ni un minuto para caer en el más cruel de los abismos donde incluso los amores se extinguen y las desgracias perduran por generaciones.
Rubén nos abandona a un texto emocionante, triste y a la vez un canto a vivir y a revivir la generación que no pudo hacerlo. Rememorando la historia de Maik, una de aquellas que se clava en la memoria de uno y que permanece, o la de Basilio y su correspondencia que jamás llegará a su destino.
Rubén nos vence con una narración que, además de no dejarnos respirar, nos conduce a revivir las desgracias de bombardeos, de metrallas, de pontoneros, de libertades traicionadas, de engaños furtivos de uno y otro lado, de mentiras, de derrotas, de fines, de historias que perduran. Y, sin embargo, cuánta ternura esconde la narración, cuánta delicadeza, cuánta lágrima derramada.
Rubén Garcia Cebollero descubre en la fiereza del paisaje destruido, en la desgracia de las vidas que no se vivieron la belleza de una narración serena, profunda y bien llevada.
Luis Vea García.
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